18 marzo 2006

Rescate emotivo

(28 de septiembre de 2000, Suplemento NO)


Radiohead en vivo, el show más intenso del momento

Un enviado del No estuvo ahí para contarlo: Victoria Park, Londres, y en el verde césped una carpa como de circo intergaláctico convertida en el recinto ideal, perfecto, para escuchar a la banda británica artie del nuevo siglo.


This is what you get...
This is what you get...
This is what you get when you mess with us.

Hace apenas quince minutos que Radiohead está sobre el escenario, y la carpa instalada en el Victoria Park arde. En la noche londinense, diez mil voces se unen para uno de los momentos más conmovedores de OK Computer, y a la vez en una buena síntesis del paso posterior a ese disco que vendió millones e instaló al quinteto en Las Grandes Ligas. Las Grandes Ligas, claro, suponen una carga que Radiohead no quiere soportar. Los medios y el ultrafanatismo planetario se encargaron de colgarle las banderitas de “La mejor banda del mundo” y “El mejor disco de la historia”, jodieron la dinámica, los nervios y la paciencia del grupo. Y lo que consiguieron fue una espera de cuatro años y fracción. Y al cabo de esa espera, lo que consiguieron fue Kid A.

Kid A, el álbum que Radiohead publicará oficialmente el próximo lunes, tuvo varias premières en el medio electrónico de estos tiempos. Las diez canciones reveladas en Internet confirmaron lo que el diario del guitarrista Ed O’Brien venía sugiriendo en el sitio oficial de la banda: el cuarto disco no es otro OK Computer, ni –menos aún– respeta las estructuras melódicas de ese otro gran disco que es The Bends. Kid A es un disco tortuoso, impredecible, desafiante... Pero ante todo es un disco bueno (ya se sabe: más vale evitar los superlativos con Radiohead). Uno tan inspirado como los anteriores, pero con la inspiración focalizada en una dirección muy atrevida. Y un disco que, pese a todas las palabras que pueden leerse en los medios gráficos y los websites de todo el mundo -palabras que hablan de rarezas, deformidades y cosas intraducibles fuera del estudio–, puede ser perfectamente trasladado al escenario.

La demostración está en esa gigantesca carpa azul de sonido perfecto (y “perfecto” no es una aproximación sino la palabra correcta), llena de picos y luces rojas titilantes, que el grupo diseñó y montó para una cita “secreta” en esta ciudad, casi sin difusión, y aun así suficiente para llenar el sitio el sábado, domingo y lunes pasados. “The national anthem” y “Morning bell”, las canciones que abren la lista, son demasiado nuevas para provocar una reacción generalizada, pero fijan el tono de hechizo que ganará todo el show. En ello tienen mucho que ver las capas de guitarra que dispara O’Brien y la base nada convencional de Phil Selway y Colin Greenwood, pero también una de las estrellas de Kid A, a cargo de Johnny Greenwood: un extraño instrumento llamado Ondas Martenot y al que puede identificarse rápidamente al recordar la banda de sonido de “Viaje a las estrellas” y Mars attacks!, ese símil de voz femenina ideal para recrear atmósferas extraterrestres.

En el medio está el hombre pequeño que, enfrentado a una multitud de 40 mil personas en Dublín (en 1997), quedó casi paralizado y sólo pudo pensar en el título para una nueva canción, que sobrevivió a las tormentas –y las noches de bloqueo– creativas: “How to disappear completely” (Cómo desaparecer completamente). Thom Yorke no puede desaparecer del ojo público –al menos, no fácilmente–, pero sí convertir su presencia bajo las luces en algo inquietante, antes que en la típica relación rockstar-público. Temblando frente al micrófono, Yorke liquida la oscura, casi tenebrosa “Morning bell” con un tímido “Thank you very much” y lo que sigue desata la primera explosión: la guitarra torturada y el ritmo contracturado de “Airbag”, apertura de OK Computer, le dan a la gente un shot de adrenalina que se refuerza con “Karma police”, alcanza un punto de quiebre emocional con una bellísima versión de “No surprises” (en la que Jonny puntea la melodía de caja de música en un vibráfono casi infantil), y desemboca poco después en una apoteótica “Paranoid android”. Ya no importa cuán difícil resulte la audición de Kid A y cómo se engancha eso con el historial de Radiohead. Lo que queda a la vista, al oído, es una banda que no necesita la grandilocuencia ni los brotes de ego para cacarear sus virtudes. De eso, también, trata todo lo que acompaña a esta nueva etapa de la banda inglesa. El quinteto no quiere saber nada de grandes campañas de marketing, ni sesiones de fotos ni inagotables rondas de prensa: la difusión de Kid A es a través de una serie de imágenes deformadas de los cinco integrantes, con ojos tan marcianos como el Ondas Martenot, que aparecieron sin ningún texto explicativo en los subtes de Londres y proyectadas en lugares como la torre del mismísimo Palacio de Westminster. “Estoy harto de ver mi cara en todas partes, y no siento que me lo haya ganado. No estamos interesados en ser celebridades, aunque hay gente que tiene otros planes. Bueno, a ver si se atreven a poner esto en un poster”, dice Yorke sobre la idea, nacida de sus jugueteos en la Mac con programas de edición fotográfica.

El disco, además, no tendrá singles ni clips para la heavy rotation, aunque es más que probable que, una vez lanzado al mercado, la gente se las arregle para identificar como “hits” a títulos como el deforme “Idioteque”, la hermosa “In limbo” (la primera en ser grabada, bajo el working title de “Lost at sea”) y “Everything in its right place”, la canción que cierra el cuerpo del show de Victoria Park y deja a la multitud en llamas, pidiendo más.

Y hay más. Apenas un par de minutos después, Yorke vuelve a colgarse la guitarra acústica, y algo en el aire, intuición nacida del clima de concierto, asegura que The bends (que ya entregó momentos de alta intensidad como el salvaje “My iron lung”) va a volver a sonar, y sólo hay dos opciones: “High & dry” o “Fake plastic trees”. Cualquiera de las dos podría hacer rendir al corazón más duro, pero Yorke elige hablar de árboles artificiales y contorsionarse una vez más, y estrujar el alma de todos los presentes con ese estribillo final que vuelve a recordar que en el ADN de Radiohead hay una rama proveniente del genoma de Pink Floyd. Para confirmarlo suenan “Lucky” y “Exit music (for a film)” y las últimas dos sorpresas son la inesperada aparición de “Talk show host”, el tema que el grupo entregó para la banda de sonido de Romeo + Juliet, y una intervención casi solitaria de Yorke al piano, perteneciente al bloque de 14 canciones que quedaron fuera de Kid A, y que formarían parte de un nuevo disco a editarse a comienzos de 2001. Otro “Thank you”, nada de abrazos al borde del escenario y celebración estelar, simplemente irse al cabo de dos horas que pasaron como un suspiro, pero dejaron una marca indeleble.

“¿Qué están buscando con esto? ¿Enojar a la prensa? ¿Enojar a los fans? ¿No es razonable que los quieran ver como son?”, le pregunta un periodista a Thom Yorke en el último número de la revista Q. “No, no es nada de eso”, responde el cantante del ojo fijo. “Sólo estamos... Siendo creativos”. En cualquier otro músico –un Gallagher, por ejemplo–, la frase sonaría insoportable. Tratándose de Radiohead, no es más que la exacta apreciación de la potencia de un grupo que, perdón, cambió sustancialmente el panorama de la música británica de los últimos tiempos. Esto es lo que pasa cuando joden a Radiohead: te vuelan la cabeza.

¿La pena se va con el humo?

(8 de enero de 1998, Suplemento NO)

La temporada 1997 no se caracterizó por las grandes apuestas en materia musical, pero dejó en el camino un puñado de muy buenos discos y unos cuantos shows memorables. Espasmos de modernidad al margen, las nuevas tendencias convivieron con expresiones más clásicas, lo cual conformó un cóctel interesante, de impredecibles derivaciones artísticas. Todo esto, claro, según la humilde apreciación del staff del NO, que se complotó una vez más para establecer qué fue lo mejor y lo peor del año que terminó. Que cada uno saque sus propias conclusiones.


Sobre el fin de año, el Hipódromo de Palermo fue escenario de una de esas fiestas de fuegos artificiales que dejan a todo el mundo con la boca abierta y el cuello ganado por la tortícolis. En los días siguientes se supo que los propietarios de caballos de carrera -incluyendo al retirado Diego- planeaban iniciar juicio a la empresa organizadora: nadie había pensado en los animales, que, con el lógico pánico por las explosiones, llegaron a lastimarse contra las paredes de sus boxes. Pero a quién le importan unos cuantos caballos.

1997, claro, tuvo una amplia oferta al respecto. Basta acercarse al kiosco de la esquina para encontrarse con una increíble variedad de artilugios que despiden las luces más encantadoras, los dibujos más elaborados, los colores más vivos: un espectáculo rutilante que poco después se convierte en humo. Y mientras todos miramos hacia arriba, pasa un punga y nos revisa los bolsillos. O viene un policía y nos huele la vestimenta.

A medida que el siglo -también- consume sus últimos cartuchos, la estrategia de la explosión encuentra más y mejores métodos para expresarse. Una encuesta realizada por la revista inglesa Melody Maker entre sus lectores arrojó como resultado que las dos peores bandas del año fueron Oasis y Spice Girls: en extremos opuestos, las dos propuestas agotaron al personal por su exposición mediática, su incansable desbocamiento, su extraña capacidad para anteponer todo lo demás a la música. Sin embargo, al cabo es solo un efecto residual del hecho central: alguien logró convencer a mucha gente que un producto tan de laboratorio como cinco chicas "cada una con su característica", ultraproducidas y con una única presentación en vivo (¡en Estambul!) es la salvación del pop. Alguien logró convencer a mucha gente de que es posible construirse una reputación, a falta de un nuevo disco convincente, a base de declaraciones bombarderas que producen mucho humo.

El humo vuelve una y otra vez sobre los doce meses recién terminados. Humo es el origen y humo lo que termina cubriendo el "caso Calamaro". Una declaración de absoluta inocencia frente a las barbaridades que se dicen por ahí despertó la célebre ira argentina, provocó que Andrés y Charly García se trenzaran en una pelea más apropiada para el Maipo, y que el autor de Alta suciedad acudiera al programa de Mariano Grondona en nombre de un debate que no fue: Calamaro (que no estuvo precisamente brillante en sus intervenciones, y eso sí es raro dada su capacidad de oratoria) propone que se hable de drogas, pero en Canal 9 el debate fue si había que meterlo preso o no.

Entretanto, el mercado de pirotecnia siguió dale que dale. Los rastreadores del último grito en cañitas voladoras volvieron a operar ese mecanismo por el cual no pueden existir fenómenos coincidentes, sino que uno viene a reemplazar a todo lo anterior. Y así lo moderno fue participar de las raves, y cualquier otra expresión artística solo un reflejo del pasado. Este año quizás sea otra cosa, y las raves quedarán en el casillero de Modernidades de 1997.

Y entonces, ¿qué pasa con la música? El '97 fue un año de buenos discos (Spinetta, los Cadillacs, Calamaro, los Delfines) y gestos grandiosos como el festival por las Madres. Y sin embargo la sensación de que el año terminó antes de tiempo no alcanzó a diluirse, y hubo ausencias discográficas (Divididos, los Redondos, Los Piojos, Los Caballeros de la Quema, Las Pelotas y siguen las firmas) que certificaron que no era una temporada para grandes apuestas. La clausura de varios boliches -algunos de los cuales hacía tiempo que jugaban a esquivar disposiciones municipales- no ayudó demasiado a mantener la sensación de que, con registro en disco o no, las cosas siguen marchando. En el resto del mundo, obras como las de U2, Primal Scream, Björk, Portishead, Moloko, DaftPunk o Morcheeba demostraron hasta qué punto han cambiado los criterios del músico, que ahora se mete mucho más en la producción y, sí, le toma prestado a los DJ's, que vienen modificando la música desde bastante antes que las raves se instalaran en la Costanera. Y ni siquiera se trata de que un músico sea "derrotado" por la manipulación tecnológica: se trata de una cuestión de enriquecimiento mutuo en la que no caben los prejuicios.

En la superficie, sin embargo -¿cuántos de los mejores discos de 1997 vendieron más de 30 mil ejemplares?-, las cosas están como vienen estando desde que la industria tomó definitivamente los hilos del negocio. Los hermanos Gallagher defendiendo un disco inferior a su historial con actitudes de diva y declaraciones que llaman a gritos a lo más amarillento de la prensa. Las chicas grabando otro disco, filmando una película, produciendo especiales de TV, jugando el juego de a ver cuántos discos vendemos hasta que seamos parte de la modernidad de 1997 y nadie recuerde a "Wannabe". Mientras tanto, luces de colores, explosiones perfectas, una ciudad bombardeada con ánimo de fiesta permanente, de carnaval carioca, de efectismo bien producido.

Abajo de tanta pólvora, claro, hay otra cosa.

Pero a quién le importan unos cuantos caballos.