09 abril 2006

La importancia de llamarse REM

(19 de enero de 2001, Página/12)

Todo puede resumirse en ese momento en que el mundo, el mundo tal como lo conocíamos, se detuvo en un instante de indecible belleza. Recién terminaba “Find the river” –que ya había tenido suficiente como para erizar la piel– y, sin prólogo alguno, Michael Stipe, Mike Mills, Peter Buck y sus músicos de soporte le dieron salida al mayor hit de su larga historia. Y entonces Dios aportó los efectos especiales, y “Losing my religion” sonó bajo la lluvia y se acabaron todas las palabras. Sólo cabía preguntarse por qué hubo que esperar tanto para ver en Buenos Aires a una banda como R.E.M.

Hay que decirlo: la gente no parecía excesivamente enfervorizada para ver a la banda de Athens, que sólo abandonó el lugar de culto con aquel megahit de Out of time en 1991. Pero el exquisito show que el grupo ofreció en el Campo de Polo terminó desarmando a fans y curiosos por igual. Y cuando “It’s the end of the world as we know it (and I feel fine)” hizo detener a la lluvia con su contagioso estribillo, y el escenario volvió a encenderse como un árbol de Navidad, un público hipersensibilizado sólo atinó a rendirse ante la evidencia de una de las mejores ofertas artísticas vistas en esta ciudad. Mojada y feliz, la gente encaraba la salida con esa gratificante sensación de haber obtenido un nivel de satisfacción inesperado.

¿Y cuáles fueron los elementos que hizo jugar R.E.M., una banda tan estadounidense y a la vez tan de ningún lugar, para producir ese efecto? En principio, lo fundamental: buenas canciones. El grupo no es sólo “Losing my religion”, sino también “The one I love” (una página épica del Document de 1987), y el módico hit “Stand”, y sobre todo los títulos que se fueron sucediendo en el tramo final, como “Walk unafraid”, “Man on the moon” y la bellísima “Everybody hurts” (las dos últimas de Automatic for the people), que coincidió con el momento de mayor descarga desde el cielo y propició una improvisada versión de “Have you ever seen the rain?”. Y “Pop song 89”. Y dos adelantos de Reveal (el disco que se editará en junio), la intensa “She just wants to be” y el corte de difusión “The lifting”, que permiten confiar en el futuro inmediato.

Pero además R.E.M. tiene la piel de escenario bien curtida (lo que se traduce en un show homogéneo y bien calibrado), y un frontman que llena el escenario. Michael Stipe jugó con los gestos, movimientos e inflexiones como si estuviera en el living de la casa de cada uno de los asistentes, y bromeó con los que miraban el show desde los balcones (“Eh, ustedes, en el edificio: ¿no se desnudarían para nosotros?”), y pateó al público –con un diario, diría Chilavert–, una pelota de fútbol, tuvo un brote Iggy Pop final con una desmadejada versión de “I wanna be your dog”, y cantó –que de eso se trata– como los dioses. Sereno cuando era necesario, desatado en esa “Pop song” en la que preguntó y se preguntó “¿Deberíamos hablar del tiempo? ¿Deberíamos hablar del gobierno?” y en la taquicardia de “It’s the end...”, Stipe manejó los tiempos a su antojo y consiguió llevar las cosas al punto en que, cuando el agua se hizo evidente, el público no se movió un milímetro y lo disfrutó como parte del show.

En un estadio cerrado, lo de R.E.M. podría haber sido incluso demasiado intenso. Seguramente la noche del miércoles debe haber sido bien diferente para quienes siguieron todo desde el fondo y los que se mantuvieron bajo la influencia cercana de las torres de sonido. Pero algo es seguro: lejos o cerca, la carga emotiva que bajó desde el escenario dejó una marca en toda alma lo suficientemente sensible como para rendirse, abrirle los brazos a la lluvia y repetirse que sí, bien puede ser el final del mundo tal como se conocía. Y todos se sentían bien.