20 abril 2006

El rinoceronte

(4 de febrero de 1993, Suplemento NO)

Según sus propias palabras, a los cinco años cantaba junto a la fonola de un bar en los suburbios de Kentucky, y la gente le pasaba unos nickels como premio. "Fue mi introducción a la idea de tocar para la gente, y ser apreciado por ello", confesó Adrian Belew, un tipo que -al menos en la Argentina- ha cosechado más elogios que gente. Perteneciente al clan de los paladares exquisitos, Belew posee un currículum al cual el adjetivo impresionante le queda chico. Frank Zappa, David Bowie, Talking Heads, Laurie Anderson, King Crimson, Herbie Hancock, David Byrne, Ryuichi Sakamoto, Jean Michel Jarre, Paul Simon: nombres y más nombres, escalones de una carrera que, a pesar de todo, no alcanza a graficar cabalmente lo que significa sentarse ante un reproductor de CD's e insertar algún disco con su firma. En sus seis obras solistas, el bueno de Adrian canta de manera encantadora, y hace algo similar al tocar los teclados, el bajo, la batería y la guitarra. Porque, claro, Belew toca la guitarra. Y es un ejecutante sencillamente excepcional, de lo mas brillante que pueda hallarse en el mercado, al punto de haber sido elegido, no casualmente, por Robert Fripp para coliderar el King Crimson de los ochenta. Fripp, que de todo esto algo sabe, suele repetir una frase: "Belew es el mejor guitarrista vivo que existe en la actualidad". De alguna manera, semejsante parrafada busca resumir el mismo sentimiento: todo amante de la música debe tener al menos un disco de Adrian Belew en su estantería.

Desde que Frank Zappa lo vio tocando en una banda llamada Sweetheart, y decidió incorporarlo a su banda para el disco Sheik Yerbouti, la gira mundial de 1977 y el film Baby snakes, Belew fue recorriendo un camino impecable. The lone rhino (1982), Twang Bar King (1983) y Desire caught by the tail (1986), recopilados en 1991 bajo el título Desire of the rhino king, fueron las primeras demostraciones de talento, encerradas en gemas como "Adidas in heat", "Swingline", "The momur" o "Ballet for a blue whale". Mientras tanto, se las arregló para grabar con The Bears, tocar en giras con David Bowie -en 1990, el Sound + Vision Tour lo trajo a la Argentina-, y participar en discos como Remain in light, The name of this band is Talking Heads, el Zoolook de Jarre o la trilogía final de Crimson. Pero fue en 1989 cuando la crítica le puso el ojo a su faceta solista: Mr. Music head, su debut para el sello Atlantic, demostró ampliamente su capacidad para combinar excelentes melodías pop con inesperadas deformidades de guitarra, coloreadas con un soberbio trabajo de piano y agregarles una voz más que dúctil. En ese disco, incluso, se permitió la ironía de que su propia hija Audie (en "Oh daddy") le preguntara: "Oh, papito, ¿cuándo vas a ser una estrella, cuándo vas a ganar un millón de pavos?", logro más bien improbable para un músico de culto.

Young lions (1990), sin embargo, es el disco que logra destrozar el corazón más duro. Sirve como prueba la revisita al universo Crimson, con una versión de "Heartbeat" que contiene uno de los solos de guitarra más bellos que se haya grabado, en un estilo melódico que contrasta con los Frippertronics de su colega. Allí también se encuentra un apreciable dueto vocal Belew-Bowie (en "Pretty pink rose", tema que sonó en River como el único nuevo dentro de la revisión de la carrera del Duque, y "Gunman"), y otra pieza que puede conducir al lagrimeo. En "Phone call from the moon", Adrian llama desde una cabina telefónica en la Luna y habla con su ex mujer, confesándole que "realmente desearía poder estirarme y tocarte, pero esto no es real", y que "a veces mi mente se nubla, y pierdo todo sentido del tiempo".

Ese toque autobiográfico se profundizó en Inner revolution, último disco hasta la fecha, donde no solo volvió a tocar todos los instrumentos (salvo un demoledor cuarteto de cuerdas en "Big blue sun"), sino que además se permitió otra cita al deforme cuarteto de Fripp en "This is what I believe in", y reflexionó que "todo el mundo es un caníbal, y aunque el tiempo nos devorará a todos, no hay razón para ser un idiota". Aunque suene repetitivo, Inner revolution es otro disco que pasó inexplicablemente inadvertido. En la actualidad, Belew se encuentra experimentando nuevos sonidos en su propio estudio, donde comienza a moldear las canciones que compondrán un nuevo trabajo. Pero en sus planes inmediatos figura la reunión de King Crimson (que durante todo este tiempo no se produjo por decisión y reponsabilidad absoluta de Fripp, quien prefirió profundizar su trabajo junto a los guitarristas artesanales antes que dar el brazo a torcer y reencauzar el proyecto, tal como a menudo le sugerían Tony Levin o el propio Belew). Para tal fin se sumó -sintetizador GR1 en mano- durante el mes pasado a los ensayos que le dan cuerpo al nuevo regreso. Con viento a favor, en la primavera los argentinos tendrán el honor de apreciar el primer capítulo de esa nueva etapa. Y, con otro poco de suerte, quizá comience a hacerse justicia. El Rhino King lo merece.

17 abril 2006

El futuro llegó en colectivo

(2 de diciembre de 1998, Página/12)

El grupo de Patricio Rey acaba de publicar el que luce como su mejor trabajo de los '90, con una lectura del pop tecnológico desde el rock y una serie de canciones que huelen a hit de pura cepa ricotera.



Con tantos años y tantos discos y tantas batallas bajo las luces del escenario, de poco sirve ya teorizar sobre los Redonditos de Ricota. Teorías no faltan, sino más bien todo lo contrario: desde las originarias invocaciones al mítico Patricio Rey, el grupo ha sido campo fértil para todo tipo de análisis y hasta polémicas. A esta altura de su historia, revisar el legajo completo de los Redondos es una tarea más bien agotadora. Y entonces queda aquello que no en pocas oportunidades termina pasando a un lugar, si no marginal, con menos protagonismo del que merece. Antes que gurúes, los Redondos son músicos. Y acaban de editar un disco, que será multitudinariamente presentado los días 18 y 19 de diciembre en el estadio de Racing Club. Hasta ahí las noticias: la pregunta es qué es lo que suena.

Lo que suena es Ultimo bondi a Finisterre, un disco lujosamente presentado, con un arte algo curioso para la estética del grupo, pero que puede entenderse como una actualización de viejas obsesiones: el futurismo internet podría ser una relectura de la tele de Un baión para el ojo idiota. Pero son al cabo cuestiones accesorias. Lobo suelto, cordero atado ya puede ser visto como un paso en falso, en el que un momento creativo indudablemente prolífico redundó en una falta de sustancia. Luzbelito fue otra cosa, una interesante salida de ese momento oscuro por razones artísticas y extramusicales. Para el observador imparcial, Finisterre recupera nada menos que el placer y las ganas de, una vez terminado, volver al track uno. Dicho en términos absolutos, que no son muy aconsejables pero que vienen al caso: Finisterre es el mejor disco que han hecho los Redondos en la década del '90.

“Hoy todos somos gente del pasao/ y la alucineta es que nadie quiere volver a ser como antes”, canta el Indio Solari en “Scaramanzia”, y la frase –tenga relación o no- sirve para el primer apunte sobre el nuevo disco ricotero. La estructura del grupo es harto conocida: la base sólidamente establecida de Semiya y Walter Sidotti, el color del saxo de Sergio Dawi y los dos elementos fundamentales que significan la guitarra de Skay y la voz del Indio. Todas esas piezas gozan de buena salud y el ensamblaje (que cuenta además con notables aportes de Lito Vitale, el violinista Sergio Poli y el trompetista Juan Cruz Urquiza) está lejos de resquebrajarse. Pero este disco abrió otro espacio de experimentación, que en el pasado asomó tímidamente –el antecedente más lejano es Oktubre, con Daniel Melero y “Motorpsico”- y que aquí parece ofrecer otra versión del casamiento más célebre de los ’90. Sobran los ejemplos de artistas que unieron a la maquinaria con la guitarra rockera, pero en la mayoría de los ejemplos ese abordaje se produjo desde el pop o directamente dese lo tecnológico. Los Redondos, una banda cuyo público define como rockera por excelencia, ensaya una lectura desde el rock. Y el resultado es igualmente efectivo.

Afirmar que los Redonditos de Ricota acaban de “modernizarse” es bastante temerario, y a fin de cuentas no dice mucho. La banda platense hace un uso notorio de los “artificios” en temas clave como “Las increíbles aventuras del Capitán Buscapina en Cybersiberia”, “El árbol del gran bonete”, “Drogocop”, “Pogo” o “Esto es to-to-todo amigos!”, pero hay algo que aleja toda presunción de que Finisterre es un buen disco por una supuesta “apertura estilística”: maquinita o guitarra, las canciones que componen el opus diez de los Redondos son buenas. Y ese es el meollo de todo el asunto.

Puede decirse que, con 21 años en sus espaldas, los Redondos bien pueden ponerse en piloto automático para parir oscuros mid-tempo como “Estás frito angelito” o “Scaramanzia”. Pero, aun en automático y haciendo uso de su marca registrada, Patricio Rey es cosa seria. Sirve también como prueba un tema con destino de hit como “Gualicho”, en el que la cosa es tan simple como una melodía atrapante, una guitarra limpia (¿Cómo es que Skay hace que todo parezca tan fácil?) y una de esa frases que surgen de la garganta del Indio y son inmediatamente adoptadas por una multitud: “Con lo que cuesta armar un full/ armar un puto full/ y jugarlo en este paño, Dios!”. O una invitación al galope como “Alien duce”, que bien podría servir para explicarle a un extranjero de qué se habla cuando se dice que los Redondos son una banda de rock. O “La pequeña novia del carioca”, un tema de estrofas complejas y estribillos que resuelven de un modo que eriza la piel.

Ultimo bondi a Finisterre puede distraer con su aire futurista, y el hermetismo de la banda podrá dar pie a nuevos debates. Ahora viene Racing después de cuatro años de peregrinaje por el interior, y es de esperar que esta vez nada empañe la fiesta. Porque, con solo apelar a sus dos últimos discos, Patricio Rey tiene suficiente para desatar esa fiesta. Y con lo que cuesta armar un puto full…

09 abril 2006

La importancia de llamarse REM

(19 de enero de 2001, Página/12)

Todo puede resumirse en ese momento en que el mundo, el mundo tal como lo conocíamos, se detuvo en un instante de indecible belleza. Recién terminaba “Find the river” –que ya había tenido suficiente como para erizar la piel– y, sin prólogo alguno, Michael Stipe, Mike Mills, Peter Buck y sus músicos de soporte le dieron salida al mayor hit de su larga historia. Y entonces Dios aportó los efectos especiales, y “Losing my religion” sonó bajo la lluvia y se acabaron todas las palabras. Sólo cabía preguntarse por qué hubo que esperar tanto para ver en Buenos Aires a una banda como R.E.M.

Hay que decirlo: la gente no parecía excesivamente enfervorizada para ver a la banda de Athens, que sólo abandonó el lugar de culto con aquel megahit de Out of time en 1991. Pero el exquisito show que el grupo ofreció en el Campo de Polo terminó desarmando a fans y curiosos por igual. Y cuando “It’s the end of the world as we know it (and I feel fine)” hizo detener a la lluvia con su contagioso estribillo, y el escenario volvió a encenderse como un árbol de Navidad, un público hipersensibilizado sólo atinó a rendirse ante la evidencia de una de las mejores ofertas artísticas vistas en esta ciudad. Mojada y feliz, la gente encaraba la salida con esa gratificante sensación de haber obtenido un nivel de satisfacción inesperado.

¿Y cuáles fueron los elementos que hizo jugar R.E.M., una banda tan estadounidense y a la vez tan de ningún lugar, para producir ese efecto? En principio, lo fundamental: buenas canciones. El grupo no es sólo “Losing my religion”, sino también “The one I love” (una página épica del Document de 1987), y el módico hit “Stand”, y sobre todo los títulos que se fueron sucediendo en el tramo final, como “Walk unafraid”, “Man on the moon” y la bellísima “Everybody hurts” (las dos últimas de Automatic for the people), que coincidió con el momento de mayor descarga desde el cielo y propició una improvisada versión de “Have you ever seen the rain?”. Y “Pop song 89”. Y dos adelantos de Reveal (el disco que se editará en junio), la intensa “She just wants to be” y el corte de difusión “The lifting”, que permiten confiar en el futuro inmediato.

Pero además R.E.M. tiene la piel de escenario bien curtida (lo que se traduce en un show homogéneo y bien calibrado), y un frontman que llena el escenario. Michael Stipe jugó con los gestos, movimientos e inflexiones como si estuviera en el living de la casa de cada uno de los asistentes, y bromeó con los que miraban el show desde los balcones (“Eh, ustedes, en el edificio: ¿no se desnudarían para nosotros?”), y pateó al público –con un diario, diría Chilavert–, una pelota de fútbol, tuvo un brote Iggy Pop final con una desmadejada versión de “I wanna be your dog”, y cantó –que de eso se trata– como los dioses. Sereno cuando era necesario, desatado en esa “Pop song” en la que preguntó y se preguntó “¿Deberíamos hablar del tiempo? ¿Deberíamos hablar del gobierno?” y en la taquicardia de “It’s the end...”, Stipe manejó los tiempos a su antojo y consiguió llevar las cosas al punto en que, cuando el agua se hizo evidente, el público no se movió un milímetro y lo disfrutó como parte del show.

En un estadio cerrado, lo de R.E.M. podría haber sido incluso demasiado intenso. Seguramente la noche del miércoles debe haber sido bien diferente para quienes siguieron todo desde el fondo y los que se mantuvieron bajo la influencia cercana de las torres de sonido. Pero algo es seguro: lejos o cerca, la carga emotiva que bajó desde el escenario dejó una marca en toda alma lo suficientemente sensible como para rendirse, abrirle los brazos a la lluvia y repetirse que sí, bien puede ser el final del mundo tal como se conocía. Y todos se sentían bien.